jueves, 26 de febrero de 2015

Cuando creía que llovía.

En el sortilegio de la noche;
Me tocaba armoniosos acordes, acariciaba cada tecla, cada nota en mi piel
fue frustrante despertarme y darme cuenta de que no fue más que una ilusión
una traición de mi subconsciente, un vano intento de abandonar la realidad.
Sus manos eran tan ásperas y delicadas como las hojas de un prodigioso libro,
sus labios, la cárcel de mis suspiros.
Lo que más me gustaba era observar su embelesante rostro, poseía de una mirada capaz de desarmarme por completo, de desnudarme y de trastocar mi existencia en un absurdo.
Sin embargo, ¡cómo no caer rendida ante las olas de semejante océano encrespado.!
¡Y pobre de mi! que me embaucó con la suavidad de sus palabras, con el sonido armonioso de su voz, que me hacía suya con soplarme los cabellos y susurrarme poemas de tierras lejanas, de poetas que escribían de lo imposible, de deseos que jamás lograría alcanzar si no partía al alba abrazada a su espalda.
¡Y ya ni hablemos de su frialdad! De cómo esta me excitaba hasta lo inconcebible, hasta quemarme, hasta conseguir que mi sangre hirviera.
Disfrutaba viéndome caer en sus redes, sabía que era vulnerable ante sus besos y se aprovechaba de ello, me besaba las heridas que el mismo surcó y después se marchaba abriéndolas de nuevo.
Lloré mares cuando le vi regalándole rosas a una sirena, lloré, grité, cuando supe que no clavaría más espinas en mi piel, lloré porque, a pesar de que me hacía más mal que bien, era la única droga sin la que no estaba dispuesta a vivir.
Lloré porque el náufrago de mi derrota está inmerso en otras aguas.
Y le amaba.
Y desperté creyendo que llovía.


Veintisiete de febrero del quince.
2:05 a.m
Collie.



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